La domesticación del tomate en América: un viaje de ida y vuelta


Igual que en el campo no hay chihuahuas, sino lobos, en la naturaleza no hay variedades de tomate con frutos grandes, sino plantas con frutos muy pequeños.


José Blanca, Universitat Politècnica de València and Joaquin Cañizares, Universitat Politècnica de València


Tanto, que tienen alrededor de un centímetro de diámetro. Podemos encontrar tomates silvestres desde Chile hasta el norte de México, aunque la mayor diversidad se localiza en las regiones costeras y los valles andinos de Perú y Ecuador.

El proceso de transformación de una especie silvestre en una domesticada se denomina “domesticación”. Domus en latín significa casa, por lo tanto, una especie domesticada sería aquella que está adaptada a vivir cerca de nosotros. Esto le pasó al lobo, a los tomates y a casi todas las especies que nos acompañan y de las que nos alimentamos.

La historia detallada de la domesticación del tomate es bastante compleja. Carecemos de evidencias arqueológicas claras, pero hemos podido desentrañarla gracias al análisis de la genética y la morfología de los tomates silvestres y domesticados actuales.

Migraciones, hibridaciones y domesticación del tomate en América. Author provided

De México a la Ceja de Montaña

Es habitual leer que la domesticación se llevó a cabo en México porque esta ha sido una de las hipótesis más populares desde los años 50. Sin embargo, determinar dónde ocurrió realmente no es fácil.

Hay dos zonas implicadas: Mesoamérica (México y Centroamérica), y la Ceja de Montaña, el área ubicada entre la falda de los Andes y la Amazonia en Perú y Ecuador. Los tomates de estas dos lejanas regiones son genéticamente muy similares.

Esto es llamativo. Podríamos esperar que los tomates de la Ceja de Montaña se pareciesen más, dada su proximidad geográfica, a los silvestres de la costa de Ecuador y Perú, pero no es así.

Las evidencias relativas a la domesticación no son todavía definitivas porque inferir la morfología de los frutos de hace miles de años a partir de la genética de las plantas actuales no es trivial. Los restos arqueológicos podrían zanjar la cuestión pero, por desgracia, son muy escasos. El tomate se conserva muy mal en las regiones húmedas y, además, siempre fue un cultivo secundario, utilizado principalmente para salsas.

A pesar de esto, las evidencias disponibles apuntan a que algunas plantas silvestres llegaron desde Mesoamérica a la Ceja de Montaña y que, una vez allí, se domesticaron. La población de tomates cultivados más diversa del mundo se encuentra, precisamente, en esa región de Perú y Ecuador.

Esta extraordinaria diversidad puede ser debida, al menos en parte, a que fue allí donde se hizo la domesticación. Además, los tomates mexicanos cultivados tradicionales, o al menos los que se han analizado genéticamente, no descienden de plantas silvestres mexicanas, sino de plantas domesticadas ecuatorianas y peruanas. Es decir, fueron importados.

Parece que el tomate realizó un viaje de ida y vuelta entre Mesoamérica y la Ceja de Montaña. Probablemente bajó al sur como mala hierba y volvió como cultivada. Las evidencias genéticas a favor de esta vuelta como cultivada son muy claras.

Este comportamiento de los tomates silvestres como mala hierba tampoco es extraño. En la actualidad, estas plantas siguen siendo comunes en ambientes afectados por los seres humanos como campos de cultivo o bordes de carreteras. Este es el caso en todas las regiones subtropicales.

En las Islas Canarias, por ejemplo, pueden encontrarse tomates muy similares a los silvestres mexicanos en descampados o en bordes de caminos y parques. Además, sabemos con seguridad que las culturas agrícolas de la Ceja de Montaña, por ejemplo la de Mayo-Chinchipe (entre 3000 y 2000 a. n. e.), habían importado maíz domesticado desde México. Es posible que el tomate se colase como polizón en los intercambios que se daban entre estas distantes culturas agrícolas.

En cualquier caso, la domesticación no fue el último paso en la modificación del tomate por parte de los seres humanos, tan solo el primero.

Tras este primer cambio, en cada lugar y tiempo hemos creado nuevas variedades adaptadas a nuestros gustos y necesidades. Primero en América, luego en España e Italia y, por último, y solo a partir del siglo XIX, en el resto del mundo.

Aspectos genéticos

Los tomates que podemos encontrar en la Ceja de Montaña no descienden simplemente de los que llegaron desde Mesoamérica, sino que se hibridaron con los silvestres localizados en las costas de Perú y Ecuador.

Las señales genéticas de esta antigua hibridación son todavía muy claras en los genomas de las plantas actuales de la Ceja de Montaña. En estos genomas se alternan fragmentos muy parecidos a los de los tomates mexicanos con secuencias casi iguales a las de las plantas silvestres de las costas peruana y ecuatoriana.

Las regiones genómicas que se incorporaron en los tomates llegados desde Mesoamérica incluyen, entre otros, genes relacionados con la floración y con la respuesta a la luz y, probablemente, fueron seleccionadas para adaptar las plantas recién llegadas a un régimen estacional ecuatorial.

Las plantas necesitan acompasar su temporada de floración con el clima y la latitud y, probablemente, esta hibridación con plantas silvestres ecuatorianas permitió a las plantas llegadas del norte adaptarse a las nuevas latitudes.

Este no fue el único cambio. Cualquier proceso de domesticación implica una modificación genética de la especie: los descendientes de los organismos domesticados son distintos de los silvestres. La genética no es más que el estudio de la herencia biológica, de modo que si cambiamos caracteres heredables estamos haciendo genética.

¿Cómo consiguieron los antiguos agricultores realizar estos cambios?

Por un lado, buscaron mutantes. Por ejemplo, eligieron plantas con colores o formas de fruto poco usuales. Además, se hicieron cruces y se seleccionaron nuevas variedades.

Esto es, básicamente, lo mismo que hacen los mejoradores actuales que crean las variedades que podemos comprar en los mercados. La diferencia es que los agricultores antiguos llevaban a cabo estas prácticas de un modo intuitivo, sin conocer la genética subyacente, mientras que los profesionales de hoy en día lo hacen de una forma consciente, controlada, sistemática y mucho más rápida.

Por ejemplo, mientras que el gran conocimiento de las plantas que cultivaban permitía a los agricultores antiguos seleccionar nuevos mutantes y cruces espontáneos, los mejoradores actuales son capaces de planificar los cruces para conseguir nuevas variedades que incorporen características deseables de distintos parentales.

En ambos casos el objetivo perseguido es el mismo: mejorar el cultivo y adaptarlo a nuestras necesidades y gustos. La estrategia para conseguirlo es, en esencia, la misma, aunque la aproximación moderna es mucho más rápida y eficiente.

Nuestro conocimiento genético actual nos ha permitido descubrir muchas de las modificaciones que realizaron los antiguos agricultores. Por ejemplo, entre los mutantes que alteraron la forma y el tamaño del fruto en la Ceja de Montaña se encuentra “fas”. Esta mutación en el gen CLAVATA3, localizado en el cromosoma 11 del tomate, produce frutos más grandes y de formas irregulares.

Genética, historia y cultura

La determinación de la localización de la región en la que se domesticó el tomate, aunque es una cuestión de importancia académica e histórica, no es la lección principal que hemos de extraer.

Lo más importante es recordar que el tomate no es una excepción. Como el resto de especies domesticadas, encierra una compleja historia que aúna genética y prácticas agronómicas y culturales diversas.

El tomate actual, como el resto de cultivos, es fruto del contacto y la mezcla de gentes muy diferentes y esta es una parte fundamental de nuestra historia compartida y de nuestro futuro.

José Blanca, Profesor de Genética, Universitat Politècnica de València and Joaquin Cañizares, Catedrático de Genética, Universitat Politècnica de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.