Probablemente haya oído hablar de él, o incluso lo haya respirado en la consulta del dentista. El óxido nitroso (N₂O), conocido popularmente como “el gas de la risa”, se utiliza desde hace más de un siglo como anestésico por su efecto sedante y euforizante.

Adrián Bozal-Leorri, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea and Teresa Fuertes Mendizabal, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Lo que quizá no sepa es que este mismo gas también se produce de forma natural en los campos de cultivo. Por ejemplo, la producción de cebada utilizada para elaborar los más de siete millones de litros de cerveza consumidos durante la Oktoberfest de 2024 de Alemania habría liberado suficiente N₂O como para anestesiar durante media hora a más de 2 700 personas.
Lamentablemente, ese gas no terminó en una clínica dental.
Un gas no tan divertido
El óxido nitroso es el tercer gas de efecto invernadero más importante después del dióxido de carbono (CO₂) y el metano. Tiene un potencial de calentamiento global 300 veces superior al del dióxido de carbono y permanece en la atmósfera durante más de un siglo. Además, es actualmente el principal responsable de la destrucción de la capa de ozono.
El N₂O siempre se forma en pequeñas cantidades porque es parte natural del ciclo del nitrógeno, pero el problema actual es que su concentración atmosférica ha aumentado considerablemente debido a las actividades humanas, especialmente la agricultura.
Los cultivos son responsables de hasta el 80 % de las emisiones humanas de N₂O, y su origen está directamente relacionado con el uso masivo de fertilizantes nitrogenados.
Pero ¿cómo se transforma el nitrógeno del fertilizante en este gas tan problemático? La clave está en la microbiología del suelo.
Una cuestión de microbios
Cuando aplicamos fertilizantes nitrogenados al suelo, añadimos formas químicas de nitrógeno como el amonio (NH₄⁺) o el nitrato (NO₃⁻), que no solo alimentan a las plantas, sino que también activan el metabolismo de millones de microorganismos en los suelos agrícolas. Muchos de ellos participan en el ciclo biogeoquímico del nitrógeno.
Bacterias, arqueas y hongos pueden generar óxido nitroso por dos grandes vías biológicas: la nitrificación (en presencia de oxígeno) y, sobre todo, la desnitrificación (cuando este escasea), ambas mediadas por enzimas, unas moléculas específicas que facilitan y aceleran las reacciones químicas.
Nitrificación: cuando sobra el oxígeno
La nitrificación es una ruta aeróbica (en presencia de oxígeno) que transforma el amonio (NH₄⁺) en nitrato (NO₃⁻). La reacción se da en dos pasos principales. La primera es la oxidación de NH₄⁺ a nitrito (NO₂⁻) por parte de bacterias y arqueas oxidantes de amonio. La segunda parte consiste en la oxidación de NO₂⁻ a NO₃⁻ por parte de bacterias oxidantes de nitrito.
Este proceso también puede generar óxido nitroso. En condiciones de oxígeno limitado y humedad intermedia, los microorganismos activan un mecanismo alternativo, conocido como nitrificación-desnitrificante, en el que reducen el nitrito a óxido nitroso en lugar de seguir oxidándolo. Este desvío metabólico se activa como vía energética cuando el oxígeno escasea.
Desnitrificación: cuando falta el oxígeno
Cuando el suelo está saturado de agua o hay poco oxígeno, otras bacterias entran en acción llevando a cabo la desnitrificación. En esta vía, los microorganismos transforman el nitrato (NO₃⁻) en gases intermedios como el óxido nitroso (N₂O) y, finalmente, en nitrógeno molecular en forma de gas (N₂) mediante diferentes reacciones químicas y enzimas.
Aunque se pierde nitrógeno del suelo, el N₂ no es contaminante, ya que constituye la mayor parte del aire. Ahora bien, el ciclo no siempre termina de forma limpia porque algunas bacterias no son capaces de completar el proceso y solo generan óxido nitroso (N₂O).
Durante mucho tiempo se pensó que solo las bacterias podían desnitrificar, pero hoy sabemos que algunos hongos también participan en este proceso. Sin embargo, a diferencia de las bacterias, su desnitrificación es siempre incompleta y termina en óxido nitroso, sin llegar a formar nitrógeno molecular (N₂).
¿Podemos evitar la emisión de óxido nitroso?
Estos metabolismos microbianos están activos siempre que haya nitrógeno disponible, ya provenga de la fertilización o de la fijación natural. Sin embargo, en los sistemas agrícolas, al haber grandes aportes de nitrógeno, estos procesos se intensifican.
Por tanto, las formas de nitrógeno que provienen de fertilizantes y no son absorbidas por las plantas son las que más contribuyen a activar estas rutas microbianas y, en consecuencia, a la producción de gases como el N₂O.
El problema no es únicamente la cantidad de fertilizante que usamos, sino que una parte importante del nitrógeno siempre se pierde en el ambiente, ya sea hacia aguas subterráneas o en forma de gases. Aunque solo una fracción relativamente pequeña acaba transformándose en óxido nitroso, su enorme impacto climático y sobre la capa de ozono lo convierte en un problema serio.
No hay gran diferencia entre usar fertilizantes químicos o naturales, ya que ambos aportan nitrógeno. Lo más importante es la cantidad. Si la dosis se ajusta más a las necesidades de las plantas, las pérdidas al medio disminuyen.
Además de mejorar la eficiencia de los fertilizantes, es necesario buscar además formas de inhibir o reducir la producción de N₂O durante los procesos biológicos.
Por ello, entender cómo los microorganismos del suelo transforman el nitrógeno es clave para diseñar estrategias agrícolas más sostenibles. Algunas líneas de investigación, como el uso de inhibidores de la desnitrificación, buscan precisamente eso: frenar la producción de N₂O sin reducir el rendimiento. Porque, aunque el gas de la risa suene simpático, en el contexto del cambio climático, no tiene ninguna gracia.
La versión original de este artículo ha sido publicada en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.
Adrián Bozal-Leorri, Doctor en Agrobiología Ambiental, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea and Teresa Fuertes Mendizabal, Profesora Fisiología Vegetal, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
