Pedro Raúl Solórzano Peraza
La lucha mundial contra el hambre estaba dando excelentes resultados por varios años, hasta que en el 2016, según datos de FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), el hambre aumentó en relación al 2015 con 38% más de personas afectadas y con la amenaza de desnutrición a varios millones adicionales. FAO atribuye este repunte a la proliferación de conflictos violentos en diversas partes del mundo y a conmociones relacionadas con el clima tales como eventos extremos de inundación y sequía, que se convierten en cambio climático.
¿Cómo se puede ayudar a que el mundo se alimente mejor? Quizás culpar al cambio climático puede ser la respuesta más costosa y menos efectiva. Las mismas Naciones Unidas, con su grupo de expertos en cambio climático, han demostrado que a nivel global no han aumentado ni las sequías ni las inundaciones. Si bien en algunas partes del planeta se experimentan más y peores sequías e inundaciones, en otras áreas ocurren menos y más suaves eventos de este tipo.
Algunas estrategias para combatir el calentamiento global pierden efectividad, como el caso del uso de biocombustibles para reducir la dependencia de los combustibles fósiles. La deforestación, los fertilizantes y los combustibles fósiles utilizados para producir biocombustibles contrarrestan un 90% del dióxido de carbono ahorrado. Por ejemplo, en 2013 los biocombustibles europeos utilizaron una extensión de terreno suficiente para alimentar a 100 millones de personas.
Las políticas climáticas desvían los recursos de medidas que reducirían el hambre en forma directa. Hay maneras efectivas de producir más alimentos que requerirían mayor inversión en investigación y desarrollo para mejorar la productividad agrícola. Estos aumentos en la productividad de los cultivos serían mayores que los daños aún en los peores escenarios de los efectos del calentamiento global, y además, habría beneficios adicionales ya que el Banco Mundial ha encontrado que el crecimiento en la productividad agrícola puede ser hasta cuatro veces más efectiva en la reducción de la pobreza que el crecimiento de la productividad en otros sectores.
FAO, en el año 2011 planteó la implementación del ISPA o Intensificación Sostenible de la Producción Agrícola, lo cual se refiere básicamente la incremento de la productividad, es decir un incremento vertical de la producción en lugar del crecimiento horizontal que implica la incorporación de nuevas áreas a la agricultura, con destrucción de bosques, de áreas protegidas, y de hábitats naturales de innumerables especies animales y vegetales. Por supuesto, para lograr ese objetivo es necesario un enfoque sistémico de la gestión agrícola, donde se conjuguen el uso de insumos básicos como semillas certificadas de genotipos mejorados, riego y fertilizantes, complementados con los procesos naturales que respaldan el crecimiento de las plantas como polinización, depredación natural para el control biológico de insectos plaga y enfermedades en sistemas de manejo integrado, y mejorar la acción de la biota del suelo para incrementar el acceso de las plantas a los nutrientes disueltos en la solución del suelo.
Estamos en el año 2021, y ese planteamiento tiene plena vigencia como herramienta para disminuir el daño al ambiente e ir superando la situación de hambre en el mundo, la cual afecta a millones de personas. Afortunadamente, los productores agrícolas han ido tomando conciencia de esta situación y cada día van uniéndose más a la aplicación de este enfoque sistémico en su gestión productiva.
Pedro Raúl Solórzano Peraza es colaborador destacado de Mundo Agropecuario
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