En 1928, Alexander Fleming descubrió la penicilina, el primero de los antibióticos modernos que revolucionarían la medicina y salvarían millones de vidas. Sin embargo, hoy en día nos encontramos con una gran cantidad de bacterias que han dejado de responder a los medicamentos antimicrobianos.
Nuria Acero, Universidad CEU San Pablo
Hablamos de las bacterias resistentes, o peor aún, multirresistentes, como las denominamos cuando son insensibles a varios antibióticos.
El número de bacterias resistentes se propaga rápidamente y aumenta en todo el mundo, por lo que se ha convertido en una de diez principales amenazas de salud pública, según la Organización Mundial de la Salud. Se calcula que para 2050 este tipo de patógenos causará más de 300 millones de muertes prematuras y pérdidas de 100 billones de dólares en la economía mundial.
Es obvio que existe una necesidad urgente de encontrar nuevos remedios con mecanismos de acción capaces de frenar la resistencia de estos microorganismos. Y las plantas se postulan actualmente como una solución prometedora.
Aceites esenciales, mucho más que olor y sabor
Si echamos la vista atrás, veremos que el uso de los vegetales para combatir a las bacterias no es nada nuevo.
Antes de existir las neveras, las piezas de caza y de pesca se cubrían con romero o tomillo, que permitían conservar estos alimentos más tiempo en buenas condiciones. Posteriormente se retiraban, pero siempre quedaba algún resto, por lo que ambas plantas pasaron a formar parte de muchas recetas tradicionales de carne y pescado.
Hoy existen evidencias científicas de que los aceites esenciales que contienen las hojas tanto del tomillo como del romero presentan actividad antimicrobiana.
Los aceites esenciales son sustancias volátiles que dan olor y sabor a muchas plantas, lo que les confiere interés para la industria farmacéutica, cosmética, alimentaria y de perfumes. Constituidos por mezclas complejas de unos compuestos orgánicos llamados terpenos y fenilpropanoides (entre 20 y 60 sustancias distintas normalmente), presentan además capacidad antibacteriana, antifúngica, antiparasitaria o incluso antiviral.
Alguna de las sustancias que los componen, como el mentol, el anetol o el limoneno, pueden resultarles familiares al lector. Aunque en ocasiones, el aceite esencial completo es más eficaz que los componentes por separado, puesto que estos actúan de manera sinérgica.
Estos aceites se acumulan principalmente en las hojas, caso de la menta o el eucalipto, y las flores, como ocurre con la rosa o la manzanilla. Pero también pueden encontrarse en otras partes de la planta: la corteza (canela), el leño o tronco (sándalo), los frutos (anís), las semillas (nuez moscada) o los órganos subterráneos (jengibre y vetiver).
Al ser muy irritantes, deben utilizarse siempre diluidos y normalmente no es conveniente administrarlos por vía oral (nos referimos al aceite esencial aislado, no a la planta que lo contiene).
Propiedades del eucalipto, el tomillo, el apio, la manzanilla…
Las pruebas científicas del poder antiséptico de los aceites esenciales son muy numerosas, por lo que vamos simplemente a enumerar algunos ejemplos:
- Aceite esencial del eucalipto: además de ser antitusivo y expectorante, tiene propiedades antisépticas en las vías respiratorias.
- Componentes del aceite esencial del árbol del té, de algunas especies de lavanda o del eucalipto: actividad bactericida frente a bacterias multirresistentes.
- Aceite esencial de algunas especies de tomillo y apio: ataca a la bacteria Helicobacter pylori.
- Aceite esencial de orégano: eficaz para la higiene de manos.
- Aceite esencial de sándalo o manzanilla: útil para la higiene y el mal olor de los pies.
- Aceite esencial de limón, salvia, tomillo o lavanda: desinfección de superficies.
Otros compuestos de interés
Las plantas disponen de un verdadero arsenal químico contra distintos tipos de amenazas. Debemos tener en cuenta que ellas no pueden moverse y, por tanto, se defienden con distintos compuestos –llamados metabolitos secundarios– frente a radiaciones solares intensas, el frío o calor extremos, el ataque de insectos o microorganismos patógenos, la presión de los herbívoros, etc.
Los aceites esenciales son un ejemplo de metabolitos secundarios. Pero las plantas sintetizan muchos más que, en ocasiones, también tienen actividad antimicrobiana, como alcaloides, flavonoides, lignanos, estilbenos, taninos, cumarinas y otros fenoles.
Es el caso de los componentes de la bardana o de la sangre de drago –activas no sólo frente a bacterias, sino también frente a algunos virus–, el ajo –por su contenido en compuestos ricos en azufre–, la pimienta o la drosera, una planta carnívora.
Los mecanismos por los cuales esos compuestos frenan el crecimiento bacteriano o, directamente, acaban con los patógenos son muy diversos. Este es el principal motivo por el que los metabolitos secundarios se postulan como prometedores agentes para desarrollar nuevos fármacos frente a las crecientes resistencias a los antibióticos.
A lo largo de su historia, el hombre se ha valido de las plantas medicinales para tratar distintas enfermedades. Hoy, el reino vegetal y sus productos derivados podrían ofrecer una solución a la rápida expansión de las bacterias inmunes a los medicamentos antimicrobianos.
Nuria Acero, Profesora de Farmacognosia en la Facultad de Farmacia de la Universidad San Pablo CEU, Universidad CEU San Pablo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.