Garantizar una producción de alimentos suficiente para toda la población mundial es uno de los objetivos de desarrollo sostenible incluidos en la Agenda 2030 de la Organización de Naciones Unidas.
Jéssica Gil Serna, Universidad Complutense de Madrid
Pero esto no es posible sin controlar la pérdida de las cosechas causadas por enfermedades en las plantas. Para ello, resulta necesario desarrollar métodos novedosos, sostenibles y seguros. Y aquí entra con fuerza el control biológico o biocontrol, que consiste en utilizar microorganismos inocuos para evitar que los cultivos enfermen. Suena bien, ¿no?
La plaga de los fitopatógenos
Los microorganismos que atacan a las plantas se conocen como fitopatógenos. Estos agentes infecciosos pueden afectar a las raíces, las hojas, los tallos o incluso los frutos, llevando en algunos casos a la muerte del vegetal. Su incidencia supone un gran impacto económico en el sector agroalimentario: la FAO calcula que cada año se pierden 220 000 millones de dólares (unos 200 000 millones de euros) debido a enfermedades en los cultivos agrícolas.
Por si esto fuera poco, el cambio climático está provocando la emergencia y el aumento de la severidad y dispersión de las bacterias y hongos patógenos. Esto hace que sea esencial disponer de métodos de control efectivos.
Tradicionalmente, dicho control se ha realizado con compuestos químicos antimicrobianos. Sin embargo, hay muchas razones por las que su uso debe restringirse.
En primer lugar, por el incremento de microorganismos resistentes a los tratamientos. Este aumento de la resistencia debe abordarse desde un enfoque One Health (considerar la salud de las personas, los animales y el medio ambiente de manera global), y la agricultura desempeña un papel fundamental en este aspecto.
Además, los residuos de esos compuestos pueden suponer graves problemas para la salud humana y animal, así como para el medio ambiente. Por ello, su uso está regulado en la Unión Europea, que mantiene la lista de productos autorizados en continua revisión. A todo esto se suma el auge de la agricultura ecológica, en la que está prohibido el uso de muchos de estos antimicrobianos químicos.
Lucha a muerte entre microbios
Los microorganismos utilizados para combatir enfermedades en plantas se conocen como agentes de control biológico (ACB). Estos pequeños aliados son seleccionados de los mismos ambientes donde se van a usar. Así se tiene claro que están bien adaptados a ese lugar y van a persistir una vez aplicados.
Además, su liberación no puede suponer un problema ecológico y que afecten, por ejemplo, a otros microorganismos beneficiosos que vivan allí. Por ello, se seleccionan ACB que sean específicos contra el patógeno que se quiere controlar, pero no actúen frente a la microbiota habitual del ecosistema.
Para entender el control biológico hay que imaginar una pequeña guerra en miniatura. El patógeno y el ACB se van a enfrentar para colonizar efectivamente la planta y poder desarrollarse ahí. Si gana el primero, se producirá la enfermedad, y si vence el ACB, la planta se mantendrá sana.
¿Cómo funciona el control biológico?
Los mecanismos por los que los ACB evitan las patologías en las plantas son muy variados. Lo más frecuente es que sean capaces de impedir el desarrollo del patógeno y desplazarlo a otro lugar. El ACB está muy adaptado, crece rápido y no deja al microorganismo nocivo ni hueco ni nutrientes para colonizar la planta.
Otra de las bazas más importantes es la producción de compuestos antimicrobianos por parte del ACB que matan o evitan que crezca el atacante. Este es un mecanismo ancestral que los microorganismos utilizan de manera natural para competir en el ambiente y encontrar un buen sitio para vivir. En este caso, simplemente se explota este hecho para conseguir un beneficio en el cultivo.
Pero eso no es todo. En muchas ocasiones, la presencia del ACB supone un aumento de las defensas de la planta. De esta manera, el cultivo está más preparado para protegerse rápidamente en el caso de que llegue un patógeno.
Un hongo que ahoga como una boa constrictor
Lo más habitual es que un mismo agente actúe utilizando distintos mecanismos. Así hace Trichoderma, uno de los principales ACB por su alta eficacia frente a numerosos patógenos.
Este hongo es un todoterreno y presenta unas características inigualables para ser utilizado en la lucha contra las enfermedades de los cultivos. Crece muy rápido en un rango de condiciones ambientales muy amplio y puede utilizar una variedad enorme de nutrientes. Además, muchas cepas producen un gran abanico de antimicrobianos, así como otros compuestos que pueden mejorar las defensas de las plantas.
Sin embargo, la propiedad más increíble de Trichoderma es lo que se conoce como hiperparasitismo. Este ACB es capaz de atacar directa y específicamente a otros hongos patógenos. Con sus filamentos, puede oprimirlos como si fuera una boa constrictor, y producir enzimas que rompen las células del patógeno.
Llegan (tímidamente) los biopesticidas
Actualmente, existen algunas formulaciones comerciales que contienen bacterias y hongos para el control biológico de relevantes enfermedades en plantas. Estos productos se conocen con el nombre de biopesticidas. Sin embargo, solo representan el 5 % del mercado de los pesticidas a nivel mundial. Aún queda mucho que hacer para conseguir productos eficaces que superen todos los procedimientos legales para ser usados.
El primer paso es desarrollar una fórmula estable. El producto debe mantener el ACB viable durante el mayor tiempo posible a la vez que se maximiza su efecto antagonista una vez aplicado.
Después de ser diseñado y patentado, el producto debe registrarse para su uso en agricultura. Este proceso garantiza que cumple todos los criterios de seguridad tanto en cuestiones sanitarias como ambientales. Los requerimientos son muy estrictos, lo que hace que muchos ACB que parecen prometedores a escala de laboratorio nunca lleguen a ser utilizados en campo.
El uso de microorganismos beneficiosos para luchar contra otros patógenos en agricultura es un claro ejemplo de la cara buena de la microbiología. Aún queda camino por recorrer, pero ojalá que en un futuro sea la alternativa sostenible y eficaz que sustituya a los pesticidas químicos.
Artículo escrito con el asesoramiento de la Sociedad Española de Microbiología.
Jéssica Gil Serna, Profesora Contratada Doctora. Microbióloga y miembro del grupo de investigación «Hongos y Levaduras de Interés en Agroalimentación», Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.