Estos alimentos, presentes en los hogares de las familias brasileñas que participaron en la investigación, se encontraban almacenados para su futuro consumo
AGENCIA FAPESP/DICYT – Al analizar muestras de harina y de arroz almacenadas en hogares de la localidad de Ribeirão Preto, en el interior del estado de São Paulo (Brasil), investigadores de la Universidad de São Paulo (USP) constataron la presencia de altas cantidades de toxinas fúngicas (micotoxinas). Los resultados de este estudio, que contó con apoyo de la FAPESP, se publicaron en el periódico científico Food Research International.
Tal como lo pusieron de relieve sus autores, la exposición a micotoxinas en la alimentación puede desencadenar una serie de problemas de salud, especialmente en los casos de los niños y los adolescentes. Por ende, estos datos realzan la importancia de almacenar alimentos tales como granos y harinas en lugares secos y protegidos contra los insectos, para evitar el riesgo de contaminación.
“Existen más de 400 toxinas que los hongos producen para defenderse o interactuar con otros organismos. Seis de esas sustancias, a las que les decimos las chicas superpoderosas, requieren más atención porque son carcinogénicas, inmunosupresoras o actúan como disruptores endócrinos [causan alteraciones en el equilibrio hormonal del organismo]. Es algo que requiere mucha atención por sus efectos perjudiciales para la salud”, afirma Carlos Augusto Fernandes de Oliveira, docente de la Facultad de Zootecnia e Ingeniería de Alimentos de la USP (FZEA-USP) en el campus de Pirassununga y coordinador del estudio.
En todas las muestras de alimentos analizadas se encontraron las seis toxinas preocupantes: aflatoxinas (AF), fumonisinas (FBs), zearalenona (ZEN), toxina T-2, desoxinivalenol (DON) y ocratoxina A (OTA). En el caso de las micotoxinas FB, ZEN y DON, las tasas se ubicaban por encima del límite de tolerancia estipulado por los entes sanitarios. Este estudio fue el primero en el que se emplean en Brasil biomarcadores para caracterizar el riesgo asociado a las micotoxinas en la dieta de los niños y adolescentes.
Fernandes de Oliveira explica que la aflatoxina B1, descubierta en la década de 1960, es el más potente carcinógeno natural conocido. Esta sustancia lesiona el ADN de los animales provocando mutaciones genéticas que pueden llevar al desarrollo de carcinomas hepáticos. Existen también otros efectos, tales como la inmunosupresión, problemas reproductivos y teratogénesis (cuando las embarazadas o las personas en amamantamiento le transfieren las toxinas al embrión, al feto o al niño causando problemas de salud).
“No existe ninguna sustancia conocida por el hombre en la naturaleza que tenga el poder cancerígeno de esta micotoxina, solamente raras excepciones creadas en laboratorio, las dioxinas, por ejemplo”, comenta el investigador.
En tanto, el desoxinivalenol, hallado en altas tasas en las muestras analizadas, si bien no es carcinogénico, puede reducir la inmunidad de las personas contaminadas. “También tiene efectos en el sistema gastrointestinal. En los animales, por ejemplo, provoca tanta irritación que estos la regurgitan. Por eso se la llama comúnmente vomitoxina”, dice.
La fumonisina B1 es considerada un posible carcinógeno humano: puede causar cáncer esofágico y otros problemas hepatotóxicos, así como la ocratoxina A, otro potencial carcinógeno. En tanto, la zearalenona, encontrada en tasas elevadas en las muestras de alimento analizadas, posee una estructura idéntica a la de la hormona femenina estrógeno, y puede causar problemas relacionados con el exceso de estrógenos en el organismo (hiperestrogenismo).
“Por lo tanto, son toxinas con pesadas repercusiones. A diferencia del plomo o de otros contaminantes químicos, como el bisfenol [presente en algunos materiales plásticos], estas micotoxinas no son acumulativas. Sin embargo, tienen efectos progresivos. Esto quiere decir que, con la exposición a moléculas de B1, por ejemplo, en algún momento no será más posible reparar el ADN que ha sido lesionado por la micotoxina. A partir de allí, puede surgir el cáncer. De allí también nuestra preocupación con los niños y los adolescentes, que tienden a ser más sensibles a las toxinas en general”, afirma.
Los análisis se concretaron mediante cromatografía líquida de alta eficiencia acoplada a espectrometría de masas en tándem (UPLC-MS/MS, un método que permite discriminar diferentes sustancias en una mezcla con base en el peso molecular). Las 230 muestras de alimentos analizadas se encontraban disponibles para su consumo en los hogares de 67 niños, incluidos 21 preescolares (de 3 a 6 años), 15 escolares (de 7 a 10 años) y 31 adolescentes (de 11 a 17 años).
El grupo está realizando una segunda etapa de este trabajo para identificar más a fondo el grado de contaminación. Se recolectaron muestras de orina de los niños y adolescentes, y los investigadores están analizando los resultados del material. “Con base en el análisis de biomarcadores hallados en la orina es posible evaluar la exposición a micotoxinas, toda vez que la excreción de biomarcadores se correlaciona bien con la ingestión de algunas micotoxinas. De este modo podremos antever potenciales efectos de la contaminación”, adelanta Fernandes de Oliveira.